Solo cuatro mesas en fila, situadas junto a la cristalera y dos butacas para cada una de ellas. El bar era muy del gusto americano, incluso la camarera vestía de uniforme, con su correspondiente gorrito y su nombre escrito en una placa muy cerca de la solapa izquierda.

Apenas una docena de clientes, todos ellos bastante jóvenes. La mayoría tomaban su café en la barra.
Un grupo de tres, todos hombres, hablaban de forma distendida sobre la serie de moda junto a dos chicas a las que, pese a ser muy guapas, no prestaban ninguna atención. Tampoco había nada especial en el resto de parroquianos, salvo en la única pareja que se sentaba, uno frente al otro, en una mesa.
Él era moreno, de unos treinta años. Tenía el pelo muy poblado con unas ligeras ondulaciones. Ojos grandes y oscuros, resguardados tras unos lentes sin montura. Nariz bien perfilada y labios un poco estrechos que no dejaban de sonreír.
Su parte inferior, a partir de la cintura, quedaba oculta detrás de la mesa. Una americana beige con coderas y una camisa a cuadros era su indumentaria visible, tenía el clásico aspecto de profesor carismático salido de un telefilme de sobremesa.
Era ella quien realmente destacaba muy por encima de los demás, ataviada con un elegante traje al gusto de las ejecutivas, oscuro, en contraste con una camisa blanca e impoluta.
Lucía media melena rubia y lisa, en la que ni un solo pelo estaba fuera de lugar. Sus ojos eran azules, de tan claros, intimidaban. Facciones muy jóvenes, apenas aparentaba 20 años, pero tenía la imagen de quién ya había triunfado en la vida pese a su corta edad.
Pendientes pequeños, nada ostentosos, y aún así se advertían caros. Dos pulseras en la muñeca izquierda y un reloj de pulsera de oro en la derecha, acentuaban su estilo sofisticado.
El hombre no dejaba de mirarla mientras que ella permanecía con la cabeza gacha, ensimismada en los giros con los que la cucharilla disolvía el azúcar en su café.
—¿Estás bien?
La joven pareció salir de su letargo al escuchar la pregunta y levantó la mirada. Se encontró con la sonrisa de él y se la devolvió con cierta amargura.
—Si, claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Llevas casi tres minutos mareando el café.
—Es solo… — Titubeó. — Es la forma en la que tenemos que vernos, me entristece.
—Mejor así que no hacerlo. ¿No crees?
—Si, supongo que tienes razón, pero es tan poco el tiempo del que disponemos.
—No lo desaprovechemos entonces. — El hombre no dejaba de mirarla fijamente. —Estás muy cambiada. — Dijo tras un corto silencio.
—¿No te gusta? — Ella se acarició el pelo de forma nerviosa.
—Claro que me gusta, me gustarías aunque llevaras serpientes en la cabeza. Solo he dicho que estás cambiada, casi no te reconozco.
—No te gusta. — El semblante de la joven se ensombreció.
La consoló con una sonrisa radiante que iluminó toda la sala. —Hay algo que te preocupa, sabes que no puedes engañarme. — Su mano derecha apartó con ternura el mechón de pelo que se había acercado demasiado a los labios de la joven.
—Has dicho que no desaprovechemos el tiempo, no quiero perderlo hablando de nada que no sea nosotros.
—El tiempo no es nuestro enemigo, nos volveremos a ver mañana. ¿Qué es lo que pesa tanto en esa hermosa cabecita?
—Es que todo está mal, el mundo se está volviendo loco.
—El mundo siempre ha estado loco y aún así es hermoso.
La muchacha miró a través de la cristalera, al otro lado el mundo realmente parecía hermoso. Lucía un sol esplendido que iluminaba las calles y el cielo, azul y limpio, era la bóveda que daba cobijo a toda esa belleza.
Una niña pequeña, de pelo moreno, caminaba de la mano de su madre. La seguía como mejor podía con pasitos cortos y rápidos. Vestía un abrigo rojo y sujetaba un globo amarillo con su mano libre. Sus miradas se encontraron y la chiquilla le sonrió. El corazón de la joven se enterneció con aquella sonrisa y no pudo evitar devolvérsela.
Madre e hija se perdieron enseguida entre la multitud.
—He de irme, se ha acabado el tiempo por hoy.
La triste noticia la trajo de regreso al interior del bar.
—¿Ya? — Miró su reloj de pulsera en la esperanza de poder arañar algunos segundos. —¿No puedes quedarte un poco más?
—Sabes que eso no es posible. — Le acarició la mejilla con delicadeza. Ella le sujetó el brazo por la muñeca con ambas manos, en un último intento por retenerlo. Él puso la que le quedaba libre sobre las de ella.
—No estés triste, mañana podremos vernos de nuevo.
Lo vio salir por la puerta, con su americana vieja y sus pantalones pasados de moda. Levantó la mano en un gesto de adiós cuando él se giró para despedirse desde el otro lado de la cristalera.
Ella sintió que el mundo volvía a ser oscuro y frío mientras él se alejaba.

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