De doncellas, putas y demonios.



No por beata que pasaba todos los días por la iglesia, menos por confesar sus pecados (tantos y tan variados) que alargar la mano y hurtar un cirio en un descuido del prelado, apenas añadiría peso al saco de sus transgresiones. No los necesitan los santos, ellos disponen de la luz divina para caminar en la otra vida mientras que ella, en esta mundana y miserable, ni de un candil contaba para alumbrarse.
Hogar podría llamarse aquella cueva, por disponer de paredes y un techo, de goteras, un brasero oxidado y de una cama en la que cohabitaban piojos con chinches, polillas con la carcoma y las pulgas campaban como Pedro por su casa. Por si fueran pocos los parásitos, también contaba con un casero roñoso y avaro. Sin falta, aparecería por la mañana para reclamar el pago por aquel cuchitril inmundo. Mucho hacía que rehusaba de cobrarse en "carne",  así que no la quedaba más remedio que salir a buscarse en aquella noche de perros, (no ya el sustento, que sus tripas se habían acostumbrado a no probar bocado en días), si no con lo que calmar la ira especulativa de aquel avaricioso.
Un espejo es todo lo que conservaba de otros tiempos, que por lejanos, recordaba mejores. A la tenue luz de la vela sus arrugas eran menos acentuadas, pero no por ello dejaban de estar ahí como acequias por las que podría circular el caudal de sus lágrimas. Más sus ojos hacía mucho que estaban secos, lo mismo que los arrozales en febrero o la garganta de un muerto.
Intentaba pacientemente desenredar sus cabellos con los dedos cuidando de no dar tirones, su pelo era quebradizo como la paja y perder más mechones era algo que no podía permitirse. El color de la plata comenzaba a adueñarse de ellos, lejos de darle valor, la devaluaba como mercancía y nada tenía con que teñirlos. No era mejor el aspecto de su rostro, demacrado más por la mala vida que por la propia edad. Si nunca sonreía, era más por la falta de dientes que por motivos para hacerlo, que también eran bien escasos.
Confiaba en que la oscuridad de la noche no delatara una figura mal avenida. El busto caído, lo mismo que las nalgas y una talle al que no había faja capaz de mantener en cintura. Sin duda, perdió la hermosura mucho antes de darse cuenta de que el tiempo corre en nuestra contra, cuando para comerciar, no disponemos de otra cosa que el propio cuerpo.
Asomó la cabeza por la puerta para cerciorarse de no toparse con sus vecinos, que aun siendo tan pobres y mezquinos como ella, se creían mejores y no perdían la oportunidad de señalarla con el dedo.
Todo despejado, descendió los peldaños que conducían al patio interior y apresuró el paso hacia la puerta. Fuera hacía un frío de mil demonios, la brisa helada llegaba desde la ria y el chiribiri comenzó a empapar sus ropas, lo mismo que su ánimo se anegaba en aquel clima adverso. Unos zuecos separaban sus pies del barro, nada entre estos y la madera, solo las durezas de sus callos. Se dirigió hacia el barrio pesquero renqueando.
Por María "la coja" la conocían en Vigo, (el apelativo piadoso), pues de puta y de zorra era más común el trato que la dispensaban conocidos y extraños. "Las verdades ofenden" reza el dicho, más a ella poco le importaba cómo la llamasen si el pago lo valía. Borrachos poco exigentes solían ser sus clientes, mucho le debía al vino en aquel trueque de favores que era el sexo por monedas. Ebrios, poco podían discernir lo bueno de lo malo y acababan durmiéndose entre sus brazos dejando desprotegidas sus bolsas. "Además de golfa ladrona", la acusó en más de una ocasión el juez y acabó dando con sus huesos en prisión. Ya siendo gallina vieja no debía temer las calenturas de los carceleros, pero tampoco aprovecharse de ningún trato de favor. Mejor andarse con cuidado y no regresar por aquellos lugares dónde era más "popular".
Imposible hacer negocio a la intemperie con aquella mala noche. De no buscar refugio, su única ganancia sería una pulmonía con la que no podría pagar al casero, mucho menos conseguir la atención de un médico si enfermaba.
La taberna estaría a esas horas repleta de pescadores y hacia ella se encaminó.

Le bastó una fugaz mirada al salón para que se acabaran de hundir sus esperanzas de conseguir algún rédito antes de acabar la noche. Poco o nada, guardaban en sus bolsillos aquellos zarrapastrosos muertos de hambre. El olor a sidra era intenso, mucho más barata que el vino, era la bebida preferida del pueblo llano.
La presencia de una mujer no le sería durante mucho tiempo ajena al posadero. No eran bienvenidas las fulanas, menos aún, las que no "aflojaban la mosca" por el derecho a ejercer la profesión entre sus paredes. Avanzó deprisa hacia el rincón más oscuro intentando disimular la cojera. El suelo estaba tan pegajoso, que a poco no se deja un zueco en el camino. Se cruzó con unos soldados que brindaban y reían a mandíbula batida en una mesa. Siendo la tropa (más si cabe cuando está beoda) un cliente potencial, los evitó dando un quiebro en la trayectoria.
La capa no solo la resguardaba del frío, también ocultaba los remiendos de un jubón, que de raído y apolillado, corría el riesgo de desmenuzarse al más mínimo soplo de aire. También el capuchón tenía otras funciones aparte de güarecerla de la lluvia, la de esconder su condición de mujer en tránsito a la vejez.
Los parroquianos no le prestaron mayor atención. Bien sabían, que hembra sola a aquellas horas, no podía ser otra cosa que zorra en busca de gallinas a las que desplumar. Lo mismo debió de pensar el posadero al verla, un chiflido seguido de un grito la invitó a largarse por donde había venido.

- ¡Eh tú, la puta! Aquí no se te ha perdido nada. Ahí tienes la puerta abierta, así que... ¡Eah, aire!
La exhortación del tabernero llamó la atención de los soldados.
- No sea descortés con la señora. - Le recriminó el que parecía de mayor rango. - Entre tanto palurdo ha surgido una flor. - Todos los de la mesa rieron a carcajadas. El soldado se levantó e hizo una reverencia, volvió a tomar asiento y se dio palmadas en los muslos. - Venga, bella dama, a reposar las nalgas sobre mis rodillas, verá que no hay mejor silla, que la que tiene en medio una quinta pata. - Más carcajadas.
Poca gracia le hizo todo aquello al tabernero.
- Si no se ha de gastar la plata, ¡ni dama ni niño muerto! Suficientes zánganos he de aguantar pasando las horas con solo un trago, como para tener también que dar cobijo a mendigos. ¡La caridad en la iglesia! - Viendo que se resistia a marchar, sacó una gruesa porra de debajo del mostrador. - ¡Vive Dios, que ha de irse caliente si se demora otro suspiro!
La mujer contemplaba a los soldados. Eran cuatro, todos cortados por el mismo sastre. La piel quemada por el sol, enormes mostachos perfilados hacia arriba en una curva acabada en finas puntas. El uniforme de infantes manchado de vino, tan relucientes las hebillas de los cintos como sus pelos, que de aceitosos, parecía los habían ungido con la misma grasa con la que le daban lustre a las botas.
A tres de ellos, por lo versados en darse pompa, se les veía veteranos en las filas del rey. El cuarto casi era un chiquillo, al que tanto había aturdido el vino, que apenas podía abrir los ojos

María ignoró la proposición del bigotudo, asumiendo la derrota se encaminó hacia la salida. Una mano la sujetó por el brazo. La presión fue suave, más una invitación a quedarse, que una brusca orden de esas a las que tanto estaba acostumbrada. Bajó la mirada para cerciorarse de a quién pertenecía aquella zarpa, pues garra le pareció por lo peluda, por lo huesudo de aquellos dedos que (de delgados) asemejaban ser más largos de lo que a una mano humana correspondía. Las uñas limpias y perfectamente perfiladas (un tanto puntiagudas en sus extremos) no ayudaban a mitigar la sensación de que pertenecían a algún tipo de bestia. La ausencia de roña en ellas fue lo que acabó por convencerla de acceder al requerimiento del extraño. Tan pulcras extremidades, sin duda, debían de ser parte de alguien acaudalado.
Sentado en una esquina a la que no iluminaban los candiles, no pudo María ver más que una sombra. La "garra" la soltó y le hizo una seña invitándola a tomar asiento. Entonces, como surgida de la nada, apareció entre aquellos dedos un real de plata. María sintió en el cuello un aliento cálido y a su nariz le llegó un olor fétido. Se giró asustada, tras ella estaba el posadero garrote en mano, el brillo de la moneda había hecho que se detuviera en seco.
- Traenos algo de comer. - La voz del extraño sonó grave y un tanto cavernosa. - El real de plata saltó en el aire, el posadero lo cazó al vuelo y se retiró, olvidando por completo sus pendencieras intenciones.
También los soldados perdieron el interés por ella continuando con sus escandalosas bravuconadas. El resto de clientes permanecían con la cabeza gacha y la mirada esquiva, evitando que se encontrara con la de los hombres del rey, ávidos por hallar disputas.
- ¿No quieres sentarte? - María era reacia a hacerlo, con o sin dinero, había algo en aquel individuo que la repelía. Solo sus mano derecha asomaba fuera de las sombras, con aquellos dedos huesudos y largos de uñas afiladas. Intentó que sus ojos se acostumbraran a la escasa luz para ver a quien le hablaba, solo una silueta se perfilaba tras la mesa. Creyó apreciar por un instante el brillo de unos dientes. El extraño le había sonreído.
- Mi tiempo tiene un precio. - Respondió por fin. - 15 maravedís y la alcoba corre de vuestra cuenta. No he de acompañaros, si me proponéis de hacerlo, a lugar alguno que no sea de mi agrado y el pago por adelantado. - Había inflado el precio, en la intención de poder rebajarlo durante el consabido regateo. No bajaría de 9 maravedís, justo el valor del alquiler por su choza.
- No es ese tipo de compañía la que busco, pero me parece justo lo que pides. - María se sorprendió de que accediera con tanta facilidad y se apresuró a sentarse. La vida le había enseñado a desconfiar, y bien sabía, que nada cae del cielo salvo el agua, la nieve y el granizo.
- Si lo que queréis es algún tipo de "servicio" especial, la tarifa sube y me reservo el derecho a aceptar o rechazar vuestras apetencias.
El extraño se rió y de nuevo le pareció a María percibir el brillo de sus dientes.
- He venido de muy lejos por caminos desiertos sin hablar con nadie en días y a ninguno conozco por estos lares. Por mi oficio, soy comerciante, soy dado a la palabra. El estar callado se me hace tan extraño como incómodo. El silencio me repele, salvo cuando lo rompe la jerga de unos pedestres. - María entendió enseguida que se refería a los soldados, una mueca a modo de sonrisa fue más que suficiente para dejar claro que estaba de acuerdo con él. - He pensado que, quizás, vos podría llenar ese vacío y de paso silenciar con vuestra voz los rebuznos que me llegan desde la cuadra.
- ¿Vais a cambiar vuestra plata por un poco de cháchara? Vos sabréis... más yo no he de rebajar ni una sola moneda mi tarifa.
El posadero apareció con una bandeja llena de sardinas asadas y las dejó sobre la mesa.
- ¿No deseáis acompañarlas con una jarra de vino? - Le preguntó al extraño ignorando por completo a María.
- Mejor agua para pasar sal y raspas.
- ¿Agua? Salid pues a la calle y podréis saciaros, que llueve a mares y parece nos ha de tragar otro diluvio.
- Agua por favor y que esté limpia como el alma de un santo.
- De la pila de la iglesia la traeré, qué bien lo vale lo que habéis pagado.
El tabernero se fue refunfuñando por lo bajo. - Agua, el estirado y la fulana quieren agua. Entre piojosos y santurrones se me va a picar el vino.
- ¡Eh posadero! Traenos una cántara y otras cuatro jarras, que estas han pasado a mejor vida y nos da grima verlas de cuerpo presente.
Corrió a servir a los soldados olvidándose del primer recado.
María se había quedado en blanco, muda como monja de clausura sujeta a voto de silencio. Viendo el comerciante la dificultad de esta por entablar conversación, decidió acudir en su ayuda.
- ¿Que tenéis en contra de la tropa?
- ¿Que os hace pensar eso?
- He visto que los eludíais como si fuesen la misma peste.
- Tampoco vos tenéis de ellos un mejor concepto que el mio.
- Al contrario, yo los respeto.
- Pero si los habéis tildado de asnos tan solo hace un momento.
- No comparto sus zafios modales, pero entiendo que tanta bravuconería sólo pretende ocultar el miedo que sienten. Esos de ahí parten mañana al frente y en unas semanas podrían estar muertos.
- ¿Como sabéis eso?
- Tengo buen oído.
La mujer refunfuñó entre diente, no sin antes haberse cerciorado de que no hubieran orejas demasiado cerca que pudieran escucharla. - Un beato tenemos por rey, pero poco le importa dejar la tierra sin brazos para la siembra y la siega, los barcos en puerto sin marineros que echen las redes. Aquí solo quedan las viudas y los huérfanos condenados al hambre. ¡Si eso es de buen cristiano que baje Dios de los cielos a verlo!
- En su nombre van a la guerra para combatir la herejía. - Le respondió el extraño.
- ¿En nombre del rey? - María quedó perpleja por aquella inesperada respuesta.
- En nombre de Dios. ¿Acaso hay algo más noble?
En esta ocasión la indignación pudo más que su prudencia y no contuvo el tono. - Reniego de un Dios al que tan poco le importan los hombres. ¡Nada tiene de noble matar! ¿No lo prohíbe el quinto mandamiento? Entonces... ¿Porque ese empeño en verter sangre? Aquí nacen y apenas han dejado de mamar de la teta de su madre, ya los mandan a morir en tierras lejanas. Mira a ese muchacho. - Señaló hacia la mesa de los soldados. - Seguro que aún no ha conocido mujer, que hasta ayer no hizo otra cosa que lidiar con el mar para ganarse el pan. ¿Qué sabe él de herejías? Miralo, pobre, es solo un chiquillo. Más cuando vuelva, si es que regresa, lo hará convertido en un animal, en un bruto como sus tres acompañantes.
- No es buena idea hablar como lo hacéis. ¿No teméis que os denuncie alguno de estos si os escucha?
- ¿Y qué más pueden hacerle a una puta? ¿Van a encerrarme, a torturarme..? ¿Vos va a denunciarme?
- Me reitero. ¿Que tenéis en contra de la tropa? Es muy claro que la guardáis resentimiento.
- No quiero hablar de ello.
La mano peluda volvió a salir de la penumbra del rincón, las yemas de dos de sus dedos arrastraban tres monedas sobre la mesa, sorteando la bandeja de pescado ya frío, las aproximó hasta María.
- Ya que no tenéis hambre, quizás esto ayude a desentumecer vuestra lengua.
- Ese no es el precio convenido.
- No me olvido de los 15 maravedís, estos otros podéis considerarlos el monto por un poco más de vuestro tiempo.
- Dejé claro que el pago era por adelantado.
Una segunda mano se deslizó fuera de la oscuridad portando en la palma una bolsita de cuero. - No he de molestarme en contar, pero estoy seguro de que aquí dentro hay más de lo acordado.
María si lo hizo, puso la bolsa boca abajo y el contenido se esparció sobre la mesa con un metálico tintineo. Separó 15 monedas y le devolvió otras siete. El extraño comerciante las rechazó.
- A vos pertenecen si vuestra historia lo vale.
- Podéis quedaros con ellas entonces, tan poco valor tiene lo que pueda contaros como mi propia vida.
- Eso seré yo quien lo decida. ¿Por qué despreciáis a los soldados?
- No los aborrezco más que a cualquier otro hombre, pero fue uno de esos malnacidos, el que de una brutal paliza, me dejó tullida de la pierna derecha. Desde entonces renqueo, la proximidad del mar y la lluvia, que en esta maldita tierra nunca cesa, hace que padezca de dolores día y noche. Son esos dolores los que constantemente me recuerdan, que tras los finos modales de los oficiales del rey, lo que encuentras no es mejor que los patanes de esa otra mesa. Por eso me cuido de no tener tratos con soldados, ya sean peones o alfiles, lo mismo de viles los considero. ¿Y vos? ¿De donde tan lejos decís que venís y qué os trae por aquí?
- No cambiéis de tema, yo soy quien paga y por lo tanto quien hace las preguntas.
- Vos pagais por conversar, no por un interrogatorio. ¿Acaso mentís? Me da en la nariz que sois alguacil y no comerciante. Dejaos de petulantes juegos y decidme... ¿Que es lo que realmente queréis de mí? Más sabe el diablo por viejo que por diablo y yo ya cargo con muchos años como para chuparme el dedo.
Escuchó una risa ahogada. Tras un corto silencio llegó la respuesta. - Si bien es verdad, que el mentir es parte del oficio de un buen comerciante, no pretendo venderos nada. Soy lo que soy y no albergo malas intenciones. Podéis fiar en mí si os digo que soy sincero o, si ese es vuestro deseo, marchar sin más.
María no dudó en levantarse, guardó los maravedís en la bolsita de cuero y la escondió en el canalillo de su escote.
- Ese dinero ya es vuestro. - La mano peluda reapareció sujetando una segunda bolsa de monedas. - Pero yo aun no tengo mi historia. - Con un gesto la invitó a retomar asiento. Ella no se hizo de rogar, los ojos clavados en aquel nuevo soborno. Una voz interior le advertía de que todo aquello era demasiado bueno para ser verdad. Agudizó todos sus sentidos intentando averiguar en dónde escondía el gato aquel tipo extraño. Fue más fuerte la avaricia que la prudencia.
- ¿Que más deseáis saber de mí?
- El por qué de ese odio hacia los hombres.
- Deberías de ser mujer para entenderlo.
- Dejad que lo intente.
- Soy natural de Porriño, una pequeña Villa no muy lejos de Vigo. La mayor de cinco hermanos y la única que no vino al mundo con una verga entre las piernas. Mis padres eran labradores, poseían unas pocas tierras, las suficientes para no pasar hambre. Aún no había cambiado los dientes y ya me dolían los huesos de trabajar en el campo. Padre solo pensaba en casarme para desembarazarse de lo que consideraba una carga. Nunca me vio como a una hija, más como a una res con la que hacer un buen trueque. Madre solo tenía ojos para sus varones, para los "hombres de la casa" y mientras yo me rompía la espalda, ellos zanganeaban corriendo perros.
Con 15 años me enamoré de Alberto Otero, un buen mozo hijo de unos vecinos ricos. Tardó lo mismo en preñarme que en abandonarme. Apalabrada tenía la boda con otra y yo como una boba me abrí de piernas sin enterarme de nada. Me regalaba la oreja con promesas mientras preparaba el ajuar. En cuanto le dije que estaba en cinta, me dio una paliza, me amenazó con negarlo todo y acusarme de bruja si tan solo insinuaba que él era el padre. Siendo como era una cría, callé.
Rezaba cada noche a Dios para que matara lo que crecía en mi vientre pero pasaron los meses y ya no pude ocultar por más tiempo mi estado. A paliza diaria era mi rutina, en una de ellas que pensé que padre iba a matarme, madre detuvo su mano. A partir de ese día el maltrato solo fue verbal, que lo más bonito que me llamaban era puta, y lo peor aun hoy no me atrevo a repetirlo por si me salen llagas en la boca.
Al ponerme de parto hasta un médico trajeron. Yo no entendí entonces el porqué de tantas atenciones. Recién nacido mi hijo, me lo arrebataron sin dejarme siquiera tenerlo en los brazos. Aun sangraba entre las piernas cuando me echaron de casa a patadas. Sin nada, aparte de la reputación de zorra, tuve que marchar del pueblo pero aún tuve tiempo de descubrir, que los "buenos" de mis padres, habían vendido a mi hijo. Nunca averigüé a quien.
Desde entonces mi vida ha sido un calvario. Fui a servir a Santiago y allí deambulé de casa en casa. En todas ellas el "señor" acababa abusando de mí, hasta que me dí cuenta de que ya no podía volver a tener hijos, de que durante el parto se me desgarraron las entrañas y había quedado esteril.
Sabiendo eso fue mucho más fácil vender mi cuerpo y mucho más lucrativo que limpiar mierda y soportar que se metieran en mi alcoba por las noches los fantoches de mis señores. Tardé en soportar la repugnancia que me producían todos aquellos babosos y cuando creía que el sol asomaba, cuando mis ganancias me procuraban una cómoda vida, apareció otro cabrón ofreciéndome su "protección" a cambió de no recibir hostias fuera de misa. ¡Protección! ¡Hide pu! Desde entonces recé cada noche pidiendo que se lo llevaran los demonios, pero tampoco en esa ocasión Dios me escuchó.
Fui su esclava hasta que me abandonó la juventud y volví a quedarme en la calle sin nada.
Desde entonces hasta ahora, todo ha sido arrastrarme en el barro. Me vine a Vigo, aquí nadie me conocía y pensé, santa inocencia, que podría comenzar una nueva vida.
Para servir solo quieren chiquillas a las que poder violar impunemente. ¡Esos beatos hipócritas! Tampoco en el campo me dieron trabajo y en el mar no son bien recibidas las mujeres.
No se puede escapar del destino cuando has nacido para puta.

Fue como confesarse a un cura. Soltar toda aquella mezcla de amargura y rabia que guardaba en su interior, consiguió que por un instante se sintiera aliviada.
- Ya tiene su historia. ¿Decepcionado?
- Un poco. Son muchos los que comercian con la compasión e historias como la tuya me son muy familiares.
María se ofendió hasta el punto de que se le encendieron los colores, ya no recordaba la última vez que se sintió tan ultrajada.
- ¡Que me importa si me creés o no! Al fin y al cabo solo soy una ramera sin principios ni moral. Una zorra embustera. ¿No es así? Piensas que por pagarme tienes derecho a tratarme como basura. No eres menos repugnante que los que me clavan su frustración entre las piernas.
Antes de poder reaccionar la había sujetado por la muñeca. De forma delicada le giró la mano con la palma hacia arriba y en ella dejó caer la bolsa de monedas. El tacto de la piel del comerciante era de una suavidad que no se correspondía con su aspecto rudo. El peso de la plata fue suficiente para calmar su soliviantado ánimo.
- Habéis de disculpar mi desconfianza. Brilla por su ausencia, en los relatos de las plañideras, el reconocer algún tipo de culpa. Todas las desgracias las achacan a terceros y en ningún caso asumen sus propios errores. Se retratan a sí mismos como santos varones y virtuosas damas con los que se ha cebado el infortunio, como si el mundo estuviera en su contra. Nunca hay propósito de enmienda en sus palabras y eso es lo que delata su condición de charlatanes.
- Vos si sois un charlatán, que debéis de tener la boca seca con tanto reproche. Ahora he de marchar.
- Ya escuchaste al posadero, está mala la noche. Aquí se está caliente, no como las sardinas que deben de haberse helado en el plato. Comed algo mientras me brindáis otro rato en vuestra compañía.
Realmente estaba muerta de hambre, un absurdo pudor de probar bocado delante de un desconocido, había mantenido sus dedos lejos del pescado. El sonido de sus tripas era audible por encima del estrépito de los soldados que seguían pavoneándose a voz en grito. No rehusó por más tiempo el ofrecimiento y se abalanzó sobre las sardinas.
- Con calma, podéis tragaros una raspa.
Inclinada sobre el plato, María no le quitaba el ojo a la silueta que se escondía en las sombras. ¿Para qué guardar los modales con aquel individuo? Comenzó a hablar con la boca llena sin preocuparse de los "perdigones" que expelía.
- Puede que a usía no le falte algo de razón. - Hizo un esfuerzo por tragar un bolo demasiado grande, retomó el aire y continuó. - Mi error no fue otro que confiar en vosotros los hombres. De nacer de nuevo... - Se golpeó el pecho forzando un eructo. - ...no dejaría que macho alguno me tocara siquiera sobre las ropas.
- ¿Os ordenaríais monja?
- Si fuese necesario, lo haría.
- Dura penitencia renunciar a los dictados de la carne.
- Vos sois hombre y tenéis la cabeza debajo de los calzones. Es por eso que mi oficio es el más antiguo que se conoce. Seguro que Eva tentó a Adán con abrirse de piernas si mordía la manzana.
- No os basta con hablar mal del rey que también condenais vuestra alma proclamando blasfemias. - Maria volvió a ver el fugaz brillo de los dientes del comerciante.
- Si hubo una serpiente, no fue otra que el pene del primer hombre, pues él es quien os guía y como borregos seguís sus dictados.
- ¿Renunciarías entonces también al amor?
- ¿Amor? ¡Menuda estupidez! ¡No volvería a caer en esa mentira! El único fin de tanta palabrería, amor, amor, amor, es conseguir como trofeo la flor de las jovencitas incautas.
- ¿No os importaría tampoco el no tener hijos?
Los ojos de María se humedecieron como hacía mucho que no lo hacían. Sus palabras sonaron con una lastimera franqueza.
- Uno llevé en mi vientre durante nueve meses y siquiera sé si fue niño o niña. Solo espero, que en algún lugar, él o ella sea más feliz que yo.
- Me sorprende. ¡Tenéis corazón!
- No os burléis de mi. - Había perdido el hambre de forma súbita, apartó la bandeja lejos de si.
- Nada más lejos de mi intención. Me congratulo de que aún haya algo de amor dentro de vos.
- ¡Os equivocáis, mi pecho solo alberga rencor. De empezar de nuevo, me vengaría de todos los hombres. Sería yo quien se aprovecharía de ellos y no a la inversa. Ahora sé todo lo que se ha de saber, de cómo manipularlos, de la forma de manejarlos como a marionetas.
 - ¿Y porqué no lo hacéis?
- ¡Porqué soy vieja! Porqué mis tetas cuelgan lo mismo que las ubres de una vaca. Una pasa comienza a parecer mi piel. En todo este tiempo que conversamos... ¿En algún instante me habéis deseado?
- No os mentiré, lo cierto es que no, pero hace un buen rato que los de aquella mesa no os quitan el ojo de encima.
Se giró hacia donde le señalaba la mano del comerciante.
- ¿Los soldados? No he de tener trato con esos salvajes.
- Creo que pretenden que el muchacho se haga un hombre antes de marchar al frente y que sea vos quien lo estrene. Casi es un acto de caridad por el que podréis sacar unas monedas.
- Esta noche he ganado suficiente. Si el crío se ha de unir al Creador, que lo haga con el alma limpia.
- Perdonad mi torpeza, olvidé que tras vuestra dura apariencia se esconde una mujer piadosa.
- ¿Ya os aburre mi compañía que me echáis con vuestras burlas?
- No tengo más con lo que pagarla.
- No voy a creer que os lo habéis gastado todo en mí. ¿Cual es vuestro juego?
- Ya os dije que respeto a la tropa. Loable ocupación la de matar y morir por nobles ideales. Mal me sabe que el muchacho parta a tierra extranjera sin llevarse un buen recuerdo de la propia.
- ¿Me tomáis el pelo? ¿Nobles ideales? Matan y mueren por el rancho, por comer a diario un plato de gachas. ¡Estúpidos! Solo los pobres van a la guerra.
- Don Juan de Austria no es ningún menesteroso.
- El hijo bastardo combate y el beato de su hermano reza en palacio, mientras lleva las cuentas del oro que llega de las Américas. En realidad, "el gran Duque" no tiene nada.
- Esto si que es una sorpresa. ¡Admiráis al Duque!
- ¡Dejadme en paz!

Los soldados se habían levantado, cantaban brindando y entrechocando sus jarras. Sujetaban al más joven que apenas se tenía en pie. Era una copla sobre marineros y mujeres de mal vivir.
- No es una forma demasiado sutil de llamar vuestra atención. - Los comentarios malintencionados del comerciante hacía rato que incomodaban a María. - Creo que deberías de ir antes de que decidan destrozarlo todo.
Solo el aguacero mantenía en la cantina al resto de clientes, amedrentados, ninguno se atrevía a recriminar la actitud de la tropa. Al posadero poco parecía importarle mientras siguieran dejandose los cuartos.
- No pienso ir con ellos.
- Bebed un trago para infundiros ánimo.
La mano peluda apareció con un cáliz dorado, empedrado con varias gemas y con cenefas finamente labradas. Parecía la copa de un rey.
- ¡Madre del amor hermoso! - No pudo evitar exclamar la mujer. - Esconded deprisa eso antes de que también a mi me acusen de ladrona.
Tampoco en esta ocasión el extraño pudo contener la risa.
- "Eso" es el motivo de mi viaje. No temáis, no lo he robado y puedo acreditarlo. Es un encargo para el obispo de Santiago de Compostela. Hacia la catedral me dirijo para entregarlo. Lo mismo que porto conmigo mi propio vino, por no catar el de antros infames como este, lo prefiero escanciar en esta copa que en las jarras llenas de babas que pudiera dispensarnos el tabernero. No creo que al señor obispo le importe, siempre y cuando no se entere.
Mientras acercaba el cáliz a los labios le llegó un aroma de un dulzor embriagador.
- Si agitáis la copa su esencia será más intensa.
Así lo hizo María y la exquisita fragancia de aquel caldo le empapó olfato y paladar. Sorbió un pequeño trago, apenas se mojó la garganta. Abrió los ojos sorprendida y su lengua se deslizó entre los labios. Dubitativa, miró la sombra del comerciante.
- Apurad el contenido, no seáis tímida, dispongo de mucho más.
Asió entre sus dos manos el copón y lo inclinó despacio. Mantuvo parte del contenido en la boca hasta que el paladar le quedó impregnado por el sabor y el aroma de aquella sublime ambrosia. Jamás en la vida había probado nada tan arrebatador, tan refinado, tan primoroso... Su mente no encontraba palabras para describirlo. Muy despacio, deleitándose en cada sorbo, acabó con el vino. Le pareció despertar de un sueño, de un reparador letargo de mil años. Renovado su vigor y su ánimo, se sentía exultante y llena de vida. El brillo de los dientes del extraño la devolvió de regreso al aquí y ahora, a la mohosa taberna y a sus hediondos vapores.
- ¡Ahora sé lo que dan de beber en el cielo!
- Solo es un tinto afrutado. - Se rió el extraño. - Mucha sed debías de tener. Por un instante vuestros ojos quedaron en blanco y el semblante absorto.
- En cada sorbo me fui muy lejos.
- No habéis de caminar tanto, solo unos pasos hacia la otra mesa. No os demoréis, os esperan.
Los soldados le hacían señas para que se acercara.
María se dirigió hacia ellos contoneándose, doliéndose en cada paso de la pierna. A duras penas disimulaba la cojera de su extremidad tullida.
No tardó en darse cuenta de que no eran otras las intenciones de aquellos pedantes, que la mofa y el escarnio. El muchacho balbuceaba implorando que sus compañeros dejaran de escanciar vino en su garganta. Le pinzaban con los dedos la nariz obligándolo a abrir la boca. Sin hacer el menor caso a sus súplicas, vertían desde las alturas el líquido, con tan poca fortuna, que las más de las veces caía sobre rostro y ropas. Tampoco María se libró de sus burlas, los soldados manoseaban sus senos mientras apostaban cual sería el peso de cada ubre.
- Hemos traído a tu madre para que te dé de mamar. -  Le repetían con insistencia al más joven.
- ¡Mira que caderas! No necesita abrirse de piernas para que el mozalbete se meta en su vientre.
Uno de ellos le dió tal palmada en las nalgas que casi pierde el equilibrio.
- ¡Pero si está coja la potra! - Reían a carcajadas y en sus palabras un desprecio cada vez más intolerable. - ¿Por qué he tenido que acceder? - Se preguntaba. - Con lo que me dió el comerciante tengo para pagar el alquiler varios meses y aquí estoy, soportando las chanzas de estos patanes mal nacidos. No he de aprender nunca.
- ¡Vamos abuela, enseñale al zagal el pavo! - Le levantaron falda y enaguas quedando con las vergüenzas al descubierto. - Se ruborizó como una cría, no por pudor, sino por verse las carnes flácidas de los glúteos y unas piernas llenas de varices y estrias.
- ¡Gallina vieja hace buen caldo! - Más risotadas. Semejante desdén era denigrante incluso para una "profesional" como ella. Solo los soldados parecian disfrutar del lamentable expectáculo. Todos los demás clientes seguÍan mudos con los ojos fijos en sus jarras de sidra sin atreverse apenas a respirar. Tampoco el posadero hizo nada para concluir con tan zafio sainete. María miró hacia la esquina donde se sentaba el comerciante en la esperanza de recibir su ayuda. No pudo distinguir su figura.
- Mal nacido, es por tí que me hallo en esta situación. - Sus pensamientos se evadían del presente buscando un responsable al que cargar con la culpa.
Auparon al muchacho y lo arrojaron en sus brazos junto con algunas monedas. El que llevaba la voz cantante la estrujó los mofletes haciendo que su boca quedara reducida de forma ridícula.
- A ver que eres capáz de hacer con él. Si consigues enderezarle el mástil le pondré una vela a la virgen. ¡Arrea!  - Le dio en las posaderas un violento empujón con la suela de su bota. - ¿Cuanto por la habitación de la zorra? - Escuchó que le gritaban al posadero mientras arrastraba a su semi inconsciente cliente hacia las escaleras.
A duras penas pudo subirlas con aquel peso muerto. Por fin en la alcoba, dejó al mozalbete tumbado en la cama. Enseguida se puso a roncar.
Habría sido muy fácil dejarlo allí durmiendo la mona, descender en un rato y dar por hecho el trabajo. Quedó mirándolo indecisa, era casi un niño. En primera instancia le pareció un sacrilegio mancillar aquel cuerpo púber, más luego pensó (que si en poco le harían matar a sus semejantes) nada de malo había en hacerlo antes un hombre.
Le bajó los calzones y comenzó a manosear su miembro. El joven reaccionó dando media vuelta en el lecho y balbuceando una tibia protesta. María volvió a enderezarlo, lo masturbó despacio hasta que su pene comenzó a endurecerse. Un suspiro ahogado escapó de su garganta y su mano fue en busca de la de la mujer.
- Shhhhh. - Lo tranquilizó. - Relájate y deja que yo haga todo el trabajo.
Consideró, que en aquel estado, poco le importaría al muchacho si se desvestía o no. Se levantó la falda y se puso sobre él colocando el pene en su sexo. Cerró los ojos, no quería verlo, quería acabar pronto con aquella "profanación". El joven se dejó hacer. Lo cabalgó primero despacio y a medida que escuchaba que sus gemidos iban en aumento, aceleraba el movimiento de sus caderas. Pronto los gemidos se convirtieron en jadeos para acabar transformándose en súplicas. Le imploraba que se detuviera pero ella continuó. Con las manos apoyadas en el pecho del muchacho podía sentir sus latidos y el ritmo acelerado de su respiración. Ahora ambos gemían en una catarsis que pronto llegaría al éxtasis. Una explosión de placer que María no recordaba y por una vez en mucho tiempo, disfrutó del momento como si de autentica pasión se tratara.
Un suspiro prolongado escapó de la garganta del mozo, sonó como un fuelle que se desinfla y su pecho dejó de moverse. No podia notar los pálpitos del corazón del joven, tampoco escuchar su respiración. Desconcertada, abrió los ojos y reprimió un grito de horror mordiéndose la mano hasta hacerla sangrar. Entre sus piernas se hallaba un anciano decrépito. Los ojos casi salidos de las órbitas y la boca muy abierta en un rictus que era difícil apreciar si era de placer o de dolor. De un brinco se apartó del cadáver, pues estaba tieso y bien tieso.
Empezó a dar vueltas por la pequeña alcoba sin saber que hacer ni qué pensar. ¿Dónde estaba el muchacho, quien era aquel viejo y como demonios había llegado allí? Pensó que todo se trataba de una broma de los soldados, una bufa que se les había ido de las manos. ¡Imposible! ¿Como pudo aquel carcamal colarse entre sus piernas e intercambiarse con el muchacho sin que ella se diese cuenta? No tenía sentido, nada tenía sentido y estaba aterrorizada. Menos aún lo tuvo cuando se percató de que el muerto llevaba las mismas ropas del crío.
Lo único cierto es que la acusarían de haberle dado muerte. ¡Tenía que escapar! Si bajaba por las escaleras sin su acompañante no tardarían en preocuparse por él los otros. Debía de ganar tiempo. ¿Pero cómo?
Había una ventana lo suficientemente grande para salir por ella. Sin dudarlo corrió a abrirla. Asomada, no tardó su cabeza en empaparse con la lluvia. ¡Demasiada altura! Su pierna mala no soportaría la caída y seguro se troncharía por varias partes. Con todo, prefirió arriesgarse. Se deslizó de culo por la abertura hasta que quedó colgando por las manos. Sin mirar hacía abajo, apretó los dientes y se preparó para soportar el dolor. Cayó como un saco, pero para su sorpresa se mantuvo en pie y solo se resintió un poco uno de sus tobillos. Corrió bajo el aguacero todo lo que le permitían las fuerzas. Debía de llegar a casa, recoger sus pocas pertenencias y escapar muy lejos de allí antes de que hallaran al muerto. Estaba descalza y sus pies se hundían en el cieno a cada paso, los zuecos se habían quedado en el barrizal bajo la ventana. Las calles estaban desiertas, con aquella tormenta nadie en su sano juicio saldría a la intemperie. Mejor así, se dijo. Sin mermar en ningún instante el ritmo de su carrera, llegó por fin a la hacienda en donde estaba su habitación.
Subió las escaleras sin pensar en otra cosa que la huida. En cuanto se cambiara de ropa y cubriese los pies con algo, marcharía hacia la plaza mayor. Tenía dinero suficiente para pagar al primer carruaje que saliera a Santiago de Compostela.
Le temblaban las manos hasta el punto de no de no ser capaz de meter la llave en la cerradura. Se le cayeron al suelo en dos ocasiones. "Cálmate, respira e introduce la maldita llave. No han de echar en falta al difunto en un tiempo, que los nervios no te anuden la soga al cuello. Es este maldito resuello el que me ahoga y hace que me tiemble el pulso. ¡Cálmate puta del demonio! Recupera el aliento y atina el hierro en la ranura, más difícil es enhebrar la aguja y estás harta de remendar harapos." El sudor se mezclaba con la lluvia, resbalando de la frente a los ojos, goteando por el trampolín de su nariz, deslizándose por mejillas y barbilla. Por fin giró la llave y la puerta se abrió con un chirrido.
Del cirio apenas quedaba la mecha sobre un amorfo montón de cera derretida. Alumbraba lo justo para que no se partiera los dientes, ni trancara un tobillo contra la arista de algún mueble o esquina.
En un arcón tenía su otra muda, un vestido menos colorido que no clamaba a los cuatro vientos su condición de ramera. Debajo de él unos zapatos con presilla, que de tan desgastados era difícil apreciar el tacón. Se desvistió casi a oscuras de forma torpe y apresurada. Al librarse de faja y refajo resbaló la bolsa de monedas entre sus senos y una vez en el suelo rodaron los maravedís a buscar refugio bajo mesa y cama. Arrastrándose como un gusano palpó cada pulgada del suelo, más solo recogió polvo y chinches con el vientre. "¿Que he hecho yo para que me odies de esta manera? Se compadeció mirando al cielo. Extendió el brazo bajo el catre sin encontrar nada. Entre las tablas y el piso no había espacio suficiente para meterse sin arriesgarse a quedar trabada. Se sorprendió al darse cuenta de que más de medio cuerpo ya estaba dentro y el resto seguía avanzando teniendo que lamentar solo alguna rozadura en codos y rodillas. Las yemas de sus dedos palparon algunas monedas. Le llevó un largo rato recogerlas, más por fín creyó tenerlas a todas de regreso.
Tenía el cuerpo entumecido por lo incómodo de las posturas. Estiró los brazos hasta hacer crujir todas y cada una de las articulaciones junto con las de la espalda. Entre las manos, a buen recaudo, el patrimonio recuperado.
Debía de asegurarse de que no faltaba nada. Corrió a sentarse delante de la mesa sobre la que aún tiritaba lánguida la llama de la vela. Las contó despacio, separando reales de maravedís y el cobre de la plata. Respiró aliviada, aquella era una pequeña fortuna, mucho más de lo que hacía tiempo que era capaz de reunir en una sola noche. Sus ojos se clavaron en el objeto que reposaba boca abajo junto al cirio derretido.¡Su espejo! De a poco se olvida de él. Era lo único de valor que le quedaba de otros tiempos mejores. Aun conservaba un resquicio de la vanidad de cuando joven y no pudo evitar cogerlo y mirarse en el cristal. Fue como si le incrustaran en corcho en la garganta, le faltó el aire y la cabeza comenzó a darle vueltas. Se levantó derribando la silla y a punto estuvo también ella de caer al suelo. Antes de recuperar el aliento reunió fuerzas y lanzó lejos el espejo que se rompió en varios fragmentos.
"¿¡ Que nuevo prodigio es este!?" ¿Quien es el que se esconde tras esta burla, Dios o el Demonio? ¿Que ha pasado esta noche que a la mañana me levanté cuerda y ahora, a punto de amanecer, ya no estoy en mis cabales?" Se acercó despacio y recogió del suelo, no sin un manifiesto nerviosismo, uno de los pedazos de espejo. Solo abarcaba a reflejarse un ojo en él. Recorrió los párpados con la yema de su índice, estaban lisos y suaves, ni rastro de patas de gallo. Blanco inmaculado el globo ocular, iris y pupila cristalinas. Las pestañas largas y firmes. Recorrió por porciones el resto de su rostro. Labios carnosos y rosados, mentón estable sin rastro de papada. Ausencia de arrugas en frente y comisuras de la boca. No dejaba de acariciarse con la zona externa de los dedos, la piel suave como seda. Intentó en vano conseguir una panorámica más amplia pero el pedazo de cristal no era lo suficientemente grande. Eso, junto con lo escaso de la iluminación, hacía del todo imposible ver más allá de una sombra. No dejó de sorprenderse cuando comprobó el resto del cuerpo. Senos firmes, vientre liso, caderas estrechas y glúteos duros. La piel estirada como la membrana de un tambor.
Se puso de pie y comenzó a pegar pequeños saltos. ¡Su pierna estaba sana! Ni rastro del dolor, salvo el pinchazo de un esquince leve.
No era Maria supersticiosa en exceso, nunca hizo demasiado caso a los cuentos sobre meigas y aquelarres. Como todos, había requerido en muchas ocasiones los servicios de curanderos y supuestas brujas. No le parecieron otra cosa que charlatanes que sabían algunas cosas sobre plantas y sus remedios. Ungüentos y brebajes que sazonaban con "condimentos" estrafalarios a los que atribuían propiedades mágicas, era todo lo que ofrecían. Eso y colocarte algún hueso en su sitio cuando era necesario. Si conocía María la existencia de hongos capaces de hacerte perder la razón e incluso la vida.
"¡Ese buhonero hidepu! ¡Ese mal nacido me ha envenenado! Algo debió de echar en el vino que me hace tener alucinaciones. ¡Él no probó un sorbo de la copa! Si, eso es... Estoy embotada, me ha drogado con algún tipo de ponzoña. De no morir se me ha de pasar en unas horas." Esos pensamientos la tranquilizaron, nada de lo ocurrido era real. A buen seguro que el muchacho seguía en la cama durmiendo la mona tan tranquilo. ¡No! Algo no cuadraba en aquella explicación. ¡Su pierna! Decidió hacer una arriesgada comprobación. Ni todos alucinógenos del mundo conseguirían evitar que cayera al suelo si intentaba saltar a la pata coja con su extremidad tullida.
Primero dio saltitos como los de un gorrión sin mayor dificultad para, a continuación, ser más osada y brincar como un posesa. ¡Nada! ni un ápice de dolor, solo el del esquince y ese era en su otra pierna.

"No sé qué temer más, si a despertar decrépita y tullida o a perderme en este sueño homicida y absurdo. Tantos son los pecados que adeudo, que he de pagarlos en el infierno de la duda. Si es burla o castigo ahora ya no importa, no estando mi pierna rota he de correr a toda prisa y alejarme de esta pesadilla antes de que arrecie y me vuelva del todo loca. Ya clarea el día, he perdido demasiado tiempo y a buen seguro que los soldados han echado la puerta abajo y encontrado los despojos de su compañero. Aqui es el primer lugar en el que han de buscar los alguaciles y tendré que dar muchas explicaciones si me encuentran. Peor que la soga ha de ser la hoguera si les cuento la verdad de lo ocurrido."
Recompuso el espejo con los fragmentos más grandes y quedó del todo atónita ante su propia imagen. "Es cómo si el tiempo hubiera retrocedido 30 años. Esta soy yo de cuando pánfila e ignorante. Una chiquilla de carnes turgentes y suaves. Cabello largo y abundante, rostro inocente..." Se rió entre dientes. ."Solo en lo aparente, que debajo de la fachada impoluta, se ocultan los cimientos, hundiéndose en el lodo del odio más abyecto. Tras esta imagen poco hay en verdad de la inocencia que refleja el brillo de mis ojos. No es ilusión, estúpido espejismo tras el que corren los jóvenes hasta que el sol les quema la piel y los llena de arrugas. Es el brillo del poder que me otorga la unión de la belleza con la experiencia y fruto de esa unión he de dar a luz a mi venganza.
Estaba perdiendo en divagaciones un tiempo precioso. Se vistió y sujetó la bolsa de monedas con un cordel que se pasó por el cuello a modo de collar. Quedó oculto su preciado salvoconducto a una nueva vida entre el canalillo de sus pechos.
Asomó el hocico entre la rendija de la puerta semi abierta para comprobar que nadie la viera salir. Todo despejado, incluso el cielo que lucía limpio de nubes por fín. Nunca le había parecido tan hermosa la luz del día, se sintió llena de vida y esperanza. "No bajes la guardia, no te las prometas tan felices antes de salir de la villa." ¿Que podía salir mal? De estar buscándola la justicia, nadie la reconocería ahora. Podía caminar sin miedo a ser apresada. ¿Quién podría sospechar de aquella tierna jovencita?
Pronto la triste realidad, de que una mujer jamás está segura caminando sola, la despertó de forma cruel de su dulce sueño. Era de madrugada y las calles estaban vacías de gentes temerosas de Dios, más no de aquellos que no lo tenían demasiado en cuenta. Dos individuos le cortaron el paso, situándose el primero (grande, calvo y desdentado) frente a ella. El segundo (más menudo pero igual de desagradable) a su espalda, le impedía una posible retirada.
- Un pequeño gorrión se ha caído del nido. ¡Que comprometida situación estando estos callejones atestados de gatos! Suerte que estamos aquí para cuidar de vos y de vuesas pertenencias. - El desdentado sacó una navaja, lucía el metal al tiempo que crujían los 7 muelles. Una vez que la hoja estuvo libre, el desdentado la dirigió al cuello de la aterrada María. La introdujo entre piel y cordel y tiró hacia arriba por la parte sin filo. Con una habilidad digna de elogio, pasó el hilo por la cabeza de la muchacha, lo lanzó al aire y con reflejos de felino atrapó al vuelo la bolsa de monedas.
- Veamos lo que tenemos aqui... - Sus ojos se abrieron como platos, no esperaba conseguir semejante botín de una palurda. Su compañero no fue ajeno a su sorpresa y se apresuró a preguntar.
- ¿Cuánto lleva la rapaz?
- ¡Es mio, devolvédmelo hijos de puta! - Pudo más la indignación de perder su "futuro" de una forma tan absurda, que el miedo que le infundian los dos malhechores.
- ¡Carallo, menudo genio se gasta la meniña! Vamos ha tener que lavar esa boca tan sucia. - El "seco" perdió la curiosidad por lo robado, más interesado en la propia María que en la bolsa de monedas.
- Seguro que esconde muchos otros "tesoros" debajo de ese vestido. - Se apresuró el calvo a tomar la iniciativa.
María sabía perfectamente que es lo que había de pasar a continuación. Un día atrás se habría abierto de piernas, cerrado los ojos y esperado a pasar el mal trago lo antes posible. Hoy era totalmente diferente, volvía a respetar su cuerpo, a respetarse a si misma y no soportaría que la historia se repitiera, que volvieran a forzarla y a humillarla.
- ¡Quedaos con la plata! Disculpad mis modales, es vuestra. No diré nada os lo juro, no os denunciaré pero dejadme ir.
- ¡Claro que no nos has de denunciar, zorra! - El más grande se puso muy violento. - ¿De donde habría de conseguir una andrajosa como tú todo este dinero, si no es robando o jodiendo?
María intentó derribar al flaco para escapar, pero era mucho más fuerte de lo que aparentaba. La agarró por las muñecas apretando con fuerza, el dolor la inmovilizó. El aliento de aquel tipo le revolvió el estómago.
- Mira como se retuerce la rameira. Se me ha puesto enhiesta solo de pensar en lo que ha de ser capaz de hacer con ese cuerpecito.
- ¡Aparta desgraciado, a esta he de catarla yo primero!
El flaco obsequió a su compañero con una mirada de odio profundo, más no se hizo de rogar y empujó a María a los brazos del calvo.
Aquel animal la obligó a abrir la boca y a enseñarle los dientes.
- Tiene todas las piezas. - La arrojó violentamente al suelo quedando postrada de rodillas. - Mucho cuidadito con lo que haces con ellos. - Volvió a ponerle la navaja en el cuello mientras con la otra mano se bajaba los calzones.
María comenzó a llorar.
- No por favor, no me obligue a hacer eso.
- ¿Sabes lo que pretendo? Eso es que ya lo has hecho otras veces. - El falo de aquel miserable emergió tieso como un palo frente a la cara de la desdichada mujer. - ¡Ahora abre la boca!
- ¡Viene alguien! - Alertó en susurros el flaco. El otro individuo se subió los calzones apresuradamente. El soniquete de los cascos de un caballo acercándose es inconfundible. El calvo levantó del suelo a María y apretó la espalda de la joven contra su pecho. La punta de la navaja presionando en el hígado. - Hazte la lista y te la hundo! Ni una palabra...¿Entiendes?
El jinete se detuvo y el tiempo parecía haberlo hecho con él. En la espera, por el contrario, pasaron por la cabeza de María las ideas a un ritmo vertiginoso. Sopesó mil y una posibilidades pero ninguna le pareció adecuada. Clamar auxilio, probablemente, sólo serviría para poner en fuga al recién llegado y a ella clavada a la navaja del calvo. La tenía bien sujeta entre sus brazos y revolverse, sin duda, acabaría con el mismo resultado. Bajo su manga derecha amagaba un estilete, del que (por experiencia) jamás se separaba. En más de una ocasión la había sacado del aprieto, blandiéndolo ante los reacios al pago como contra aquellos que pretendían regatear lo ya acordado de antemano. Inmovilizada como estaba, su única posibilidad sería dejar que descendiera hasta su mano y clavarlo con fuerza en la pierna de su captor. Con suerte el dolor de la punzada haría que la librase, más de no ser así, serían sus propias carnes las que acogerían el filo del cuchillo de aquel mal nacido. Asumiendo que el emplear la fuerza, no solo sería inútil si no también contraproducente, optó por la palabra insidiosa, pues solo la traición y el engaño tenían cabida en aquella situación.
La incertidumbre de la espera se hacía angustiosa tanto para ella como para sus captores. Lo notaba en como se contraían los músculos del calvo y en el rechinar de los dientes de su compinche.
Giró la cabeza para que sus labios quedaran lo más cerca posible de la oreja del desdentado.
- ¿Vais a renunciar a esa pieza? - Comenzó a susurrarle. - Es claro que ha de dar media vuelta, que ya está alerta y no continuará sin la ayuda de un cebo. Vos tenéis la caña y la carnaza. ¿Os conformaréis con llevar a casa el gusano pudiendo atrapar a un buen besugo? De mi tenéis la plata, que no es mucha, y lo más que podéis arrebatarme ahora es la honra, que vale bien poco. Buen ojo os dió Dios para reconocer a las personas, habéis visto en mi a una zorra y eso es lo que soy. Puedo compartir con vos las ladillas, o algo peor, pero seguro que ese jinete tiene cosas de más valor que mis enfermedades. Permitid que yo me ocupe de atraer al incauto, después dejad que marche por donde vine. Yo solo seré un poco más pobre pero conservaré a vida, que no soy tonta y sé que no habéis de dejar testigos. Después de convertirme en cómplice no tendréis que preocuparos de que se desate mi lengua ante ningún juez.
- ¡Callad mala puta si no queréis que os corte esa lengua y así quedar seguro de vuestra incapacidad para delatarme a mi ni a ningún otro! ¿Pensáis que soy un estúpido? Solo por eso os he de rebanar también los dedos para que tampoco podáis señalarme. Dejad de hablar y quizás conservéis la vida y esas ladillas no se queden sin una casa donde morar.
El traqueteo de los cascos se reanudó pero en la dirección contraría hasta dejar de ser audible.
- Se os escapó. Vuestros despotriques lo han ahuyentado.
- Está clareando, pronto estas calles se llenaran de gente, es mejor que nos retiremos a un lugar menos concurrido donde dar su merecido a esta golfa.
El calvo estuvo de acuerdo con el canijo. Entre ambos la llevaron arrastras sujetándola por los brazos.
Al cruzar la primera esquina se dieron de bruces con la figura de un desconocido. El capote lo cubría del cuello hasta los tobillos quedando solo a la vista unas botas brillantes, todo lustre salvo por el barro adherido a las suelas. Al contrario que el cuerpo, su cabeza estaba al raso. Era un hombre joven de pelo abundante y cuidado, bien peinado a la moda austera de los hidalgos. Al contrario de estos no lucía mostacho ni perilla, el rostro barbilampiño de un niño, cómo también los ojos curiosos de cachorro, disimulaban su verdadera edad. Una mirada más exhaustiva a su constitución, a sus hombros anchos y a su cuello grueso, constataban más años de los que aparentaba. Le pareció a María un hombre guapo, aun en aquella situación tan complicada, no fue capaz de apartar la mirada de aquel rostro, de aquellos labios carnosos, húmedos como fruta fresca cubierta de rocío.
El calvo señaló con su navaja al recién llegado estirando el brazo sobre el hombro de María. - Ve a ver que guarda ese petimetre bajo la capa. - Ordenó a su compañero que obedeció raudo. Puñal en mano se dirigió hacia el joven para detenerse a medio camino.
- No es necesario que vuestro perro se acerque más. - La voz del recién llegado sonó tranquila y segura. - Yo mismo os lo puedo mostrar. - Apareció su mano izquierda de debajo del capote, lo apartó a un lado quedando al descubierto el cinto y la funda donde se cobijaba una espada. - Podéis apreciar que mi "cuchillo" es más largo que los dientes de tu mascota. Soltad a la moza y tengamos la fiesta en paz antes de tener que lamentar heridos.
- Muchos aires se da el imberbe. ¡Pinchalo de una vez y acabemos con esto!
El flaco miró al otro secuaz esperando ayuda. Su rival acababa de desenfundar un florete y se adivinaba muy afilado.
- ¡Vamonos, este tipo no se amedrenta! - El flaco había perdido el valor.
- ¡Cobarde del demonio, nosotros somos dos y el está solo!
- Oh, que no os preocupe el pensar que la justa no es ecuánime. - Dijo el desconocido con sorna. - Cierto que sois dos y no menos cierto es que yo dispongo de dos manos para no dejar a ninguno sin su justa recompensa. - Apartó a un lado el capote con la mano derecha en la que empuñaba una pistola.
Ante la visión del arma, el calvo volvió a atrapar a María entre sus brazos amenazando su garganta con la navaja.
- ¿Quién os dio vela en este entierro? La rapaz nos adeuda cuentas que ha de saldar más que os pese.
El "canijo" alternaba miradas, pasaba del rostro de su compañero a la pistola del joven de forma cada vez más inquieta.
- ¡Larguémonos! - Imploró. - Con tanto grito vamos a atraer a los alguaciles.
- Hagamos un trueque, vos deja libre a la muchacha y yo no le vuelo la tapa de los sesos a tu amigo. Hay poca luz pero la distancia no es tal como para que erre el disparo. Con él en tránsito hacía el infierno vos y yo nos las tendríamos que ver cara a cara y os aseguro que sé cómo emplear una espada.
-¡Por lo más sagrados, haz lo que te pide y vayámonos de una vez!
- ¡Si movéis un dedo la rebano el pescuezo! - La punta de la navaja hizo una pequeña herida en el cuello de la joven.
- ¿Y con qué comerciaríamos entonces? - Le chistó meneando la cabeza hacía los lados.-  Eso no sería una buena idea.
- ¿Quieres comerciar? Comerciemos entonces. ¿Cuanto ofreces por ella?
- Tu vida y la del otro.
- ¡Ni hablar! Esta se viene con nosotros. Si la suelto nada os impide matarnos.
El calvo la agarró del brazo y tiró de ella obligándola a retroceder. Solo tuvo que ofrecer un poco de resistencia para que su captor hubiera de ayudarse de su otra mano. Con la navaja lejos de su garganta era la oportunidad que tanto llevaba esperando. Lo apuñaló en la pierna con el estilete y corrió hacia el joven esquivando al individuo flaco. Los delincuentes corrieron en dirección opuesta. El delgado dejó atrás a su compañero enseguida, renqueando y doliéndose de su pierna, el calvo también desapareció detrás de una esquina.
- ¡Señor! . Imploró María a su bienhechor. - Se llevan todo lo que tengo, ha de darles alcance y recuperarlo, os lo ruego. - Se empleó a fondo, aplastando sus cuerpo contra el del joven, pretendiendo que el calor de la proximidad avivara el la libido del hombre y lo animara a perseguir a los ladrones en la esperanza de una postrera recompensa.
- Conserváis la vida y la honra, todo lo demás es reemplazable. - Debía de aplicarse más, hundió la cara en el pecho de él y comenzó a llorar en busca de su compasión. Lo rodeó con sus brazos y ahora eran sus pechos los que restregaba sin ningún pudor.
- Todo han sido desgracias desde que llegué a la villa. - Levantó la cabeza buscando que sus ojos se encontraran. Los de ella inundados en lágrimas, los de él cayeron en la trampa y tuvo que apartar la mirada.
- Hemos tenido suerte, los pillé por sorpresa, más ahora lo prudente es alejarse de aquí cuanto antes.
- ¿No vais a ayudarme?
- ¿De que ayuda habré de serviros si me dan muerte al girar la esquina? Allí es seguro que me aguardan para lavar con mi sangre la afrenta que les dispensé.
María lo pensó un instante. Se separó del joven, lo vio como a quien la había salvado y no como a un instrumento con el que conseguir sus fines. Dejando de lado el egoísmo dio por perdidas sus monedas.
- ¿Que va a ser ahora de mi? - Se afligió de forma honesta.
- Lo mejor es que vayamos a un lugar más seguro, dejé mi montura a una calle de aquí. Podréis contarme vuestras penas entonces, si permitís que intente resarciros la pérdida con un desayuno caliente.
- Vos sois el jinete al que pretendían emboscar. Estáis de suerte, esos canallas os habrían asesinado por vacear vuestros bolsillos. Sin duda contáis con un ángel que vela por vos y os instó a dar media vuelta.
El joven sonrió, una sonrisa un tanto malévola que dejó perpleja a María.
- Nada ha tenido que ver la suerte, como tampoco ángel alguno. He de confesar que os he estado siguiendo.
- ¿A mi? ¿Y con qué intención? Me estáis asustando, sería una macabra broma del destino que hubiera saltado de la sartén para caer al fuego.
- Nada habéis de temer de mi. Al veros caminar sola de madrugada por unas callejuelas tan oscuras, una voz en mi interior me dijo que debía de cuidar de vos.
- Es por mi entonces por quien velan los ángeles y os han enviado en mi ayuda. - María se dio cuenta de que estaba coqueteando. No debía de parecer una joven descocada, mejor aprovechar su apariencia inocente y desvalida si quería sacar algún provecho de la situación.
- En verdad que tengo mucha hambre. - Mintió, aún se le repetían las sardinas de la taberna de pescadores. Pensó que todo lo que aquel joven tenía de gallardo y apuesto lo tenía también de confiado. Su compañía le brindaría protección y tal vez incluso la ayudaría a salir de Vigo.
- Perdonad mi descortesía. - Hizo una leve reverencia. - Un caballero no se ofrece a una dama sin antes haberse presentado. - Mi nombre es Alberto.
La muchacha se rió con ganas. - Si es por eso no os preocupéis, yo no soy ninguna dama. - También ella hizo una graciosa reverencia alzando los bajos de su vestido. - María es el mio. - Hacía tiempo que aprendió, que lo más hábil para un embustero era no mentir sobre el propio nombre. Si no se tiene buena memoria es fácil que al pasar las horas, más si se ha abusado del vino, uno mismo se bautice varias veces el mismo día quedando en evidencia su condición de farsante.
- No hay otro nombre más hermoso que el de la madre de Dios.
- También es nombre de ramera, nadie se acuerda de la Magdalena.a la hora de hacer alabanzas. - "Cuidado, cuidado estúpida, que tu lengua no te delate. No te comportes como la furcia de antaño, ahora eres un polluelo recién salido del cascarón y los pollos no cacarean, solo pian inocentes.
- No le importó eso a Jesús y tampoco yo soy quién para juzgar a nadie.
- ¿Siquiera a los miserables que pretendían daros muerte para robaros?
- No está en mi mano, si ha de ser así, recibirán su merecido cuando Dios lo crea oportuno.
- Sois un hombre piadoso.
- Y vos una jovencita muy extraña. Para ser alguien de tan corta edad, albergáis en vuestro corazón demasiado odio.
"Céntrate y no pierdas los papeles que este comienza a sospechar. Si te has de morder la lengua no lo dudes, hasta hacerla sangrar antes de volver a meter las manos en mierda."
Tanto se la mordió que quedó en blanco sin saber qué responder y por una vez, sin que sirviera de precedente, fue la guardia en su ronda la que la libró de la incómoda situación.
- Buenos días nos dé Dios.
- Buenos días oficial. - Le respondió Alberto al que comandaba el grupo.
- Mucho madrugamos. ¿Que se les ofrece a tan tempranas horas por estos lares?
- De visita a los padres, más ya regreso a Santiago antes de que en la notaria me echen en falta.
- ¿Sois notario?
- Secretario de su excelencia don Florian Paez Mosquera, fedatario de Compostela.
- ¿Es vuestro el potro tordo que anda por ahí suelto?
- ¡Inquieto animal! Ha debido de soltarse de dónde lo amarré.
- Vaya por él antes de que haga algún destrozo o alguien lo robe, que no son calles ni horas para hacer manitas.
- Mis disculpas señor capitán, voy por él de inmediato.
- Soy cabo mentecato.
- De nuevo me disculpo, y hablando de los amigos de lo ajeno, aquí a la señorita la acaban de robar dos rufianes. Seguro que no andan lejos.
Lo último que quería María era tratos con la justicia.
- Nada tan importante como para hacer perder el tiempo de estos buenos señores. - La respuesta de la joven dejó perplejo a Alberto. No hacía ni unos minutos que le había suplicado que arriesgara la vida para recuperar lo robado.
- ¿Está segura señorita? No hay robo pequeño como tampoco soga lo suficiente estrecha para el cuello de los criminales. - Al oír mentar la cuerda en labios del soldado, un escalofrío recorrió la espina dorsal de María.
- Quiero olvidar el miedo que he pasado, de atraparlos, no tendría estómago para enfrentarme a esos canallas.
- Nada ha de temer señora, pasé mañana por los calabozos, seguro que les echaremos el guante. Usted los identifica y la justicia les dará su merecido.
- Así lo haré. - Forzó la sonrisa.
La tropa pasó de largo para seguir con su ronda. Alberto no fue indiferente a como la excitación de María decrecía a medida que los soldados se alejaban.
- No os entiendo, podéis recuperar vuestro dinero y ahora parece no importaros.
- Era la rabia por la impotencia ante sus abusos la que me hizo comportarme de esa manera, en realidad no era más que calderilla y vos me habéis enseñado que no es a nosotros a quien corresponde juzgar.
. Realmente sois una joven muy extraña.
- Una última cosa. - El cabo de la guardia había regresado sobre sus pasos, a María se le heló la sangre. - ¿Han visto a una ramera? Es fácil de reconocer por su cojera.
- Siento no poder ser de ayuda, a ninguna mujer vi caminar por las calles salvo a esta joven.
- ¿Ella no viaja con vos?
- No, ha sido un agraciado encuentro. - Alberto la sonrió y a ella le costó horrores disimular el desprecio que comenzaba a procesarle.
"Patán del demonio, vas a conseguir que me cuelguen."
- Nunca antes te había visto por la villa. - Inquisitoria la mirada del cabo.
- He venido desde Porriño a servir.
- ¿Y quién os acoge?
María se vió entre la espada y la pared, no se le ocurrió otra cosa que echarse a llorar.
- Tengo que mandar dinero a casa, somos muy pobres. Llegué hoy pero nadie quiere por sirvienta a una campesina. He llamado a muchas puertas y todas se han cerrado en mis narices. - Entre gimoteos y mocarreras, no pudo evitar pensar en que quizás erró al decantarse por el oficio de meretriz, que como actriz habría llegado mucho más lejos.
- Señor, señor, cuanta ingenua llega con lo puesto en pos de honrado sustento para acabar vendiéndose en las calles. Regresa a tu aldea chiquilla ahora que estás a tiempo, mejor pasar hambre que acabar de puta como esa a la que buscamos.
El soldado siguió su camino.
- ¿Por qué buscan a esa mujer? - Preguntó curioso Alberto. - No suelen las pobres putas suscitar tanto interés a la guardia.
- Eso no es asunto de usia. - Se limitó a responder el cabo.

Encontraron al jamelgo dando buena cuenta de unos geranios que alguien echaría en falta al despertar, mejor abandonar el lugar cuanto antes. Alberto conducía por las riendas al animal que lo seguía dócil, la joven caminaba junto a él un poco rezagada. La presencia de la guardia habría puesto en fuga a los maleantes por lo que no habrían de preocuparse de más desagradables encuentros.
María respiró aliviada al comprobar que se alejaban del barrio de pescadores y de su cantina para dirigirse al casco nuevo de la ciudad, a la zona pudiente dónde se afincaban los comerciantes más ricos.
Tal como le había prometido, le pagó un copioso desayuno a base de pan recién hecho y embutidos de buena calidad. No necesitó María de mucho esfuerzo para brindarles un hueco en su estómago.
Alberto apenas probó bocado, la contemplaba en silencio. La forma como la  miraba, aun no siendo lasciva, la puso muy nerviosa. Sentía que intentaba désnudarla, no de las ropas si no de lo que ocultaba su cabeza., indagando en cada uno de sus gestos en un intento de descubrir qué de extraño había en la muchacha. Sabía que no tardaría en comenzar un velado interrogatorio camuflado de despreocupada conversación. Debía de apurarse en idear una historia convincente con la que apaciguar su curiosidad y sus sospechas.
Qué diferente era aquel hostal de la taberna de pescadores, olía a pan recién horneado, al salado aroma de los perniles que colgaban del techo. Todo estaba limpio y apenas rondaban moscas molestas. Siendo aún muy de madrugada, los acompañaban tan solo la posadera, el dueño y una familia que esperaba que saliera la diligencia hacía Santiago.
- Habladme de esas desgracias que mencionaste, de cómo vuestros pasos os condujeron hasta el desafortunado encuentro con aquellos facinerosos.
María se bebió de un trago el cuenco de leche con el que acompañaba a la pitanza, un resto blanco quedó adherido al rededor de su boca. Se limpió con la manga dejando en evidencia sus modales de campesina. En realidad todos sus gestos estaban cuidadosamente estudiados para dar esa impresión.
Optó por una historía que conocía bien por haberla puesto en práctica hacía ya muchos años, cuando en su aldea natal aún no sabían del modo en el que se ganaba la vida.
Forzó la expresión y las palabras para que Alberto no notara que las lágrimas en sus ojos se debían más a la risa que a la tristeza.
- Llegó a Porriño, allá por primavera, una que fue vecina nuestra. Fuimos amigas de niñas, jugábamos juntas y nuestras familias se llevaban bien. Se presentó en casa con ropas limpias y nuevas para hablar con padre. Ella marchó a servir hacía cosa de un año y le contó que sus señores se habían mudado a una casa más grande y necesitaban de otra miñona para las tareas. Padre no cabía en si de gozo y corrió a buscarme al campo. Me llevó ante mi amiga, estaba muy guapa con aquellas prendas de ciudad y yo acepté enseguida su proposición deseando poder lucir como ella.
Se puso muy contenta y nos dijo que regresaría de inmediato para hablarle de mi a sus amos, pero antes de marchar me miró reticente. "No puedes presentarte ante ellos de esa guisa. ¿Que iban a pensar de ti? ¿Como he de responder yo por vos si apareces en la puerta ataviada como una mendigo?" Me dijo. - Todos nos apenamos mucho, ya he mencionado que somos muy pobres y ese trabajo podría aliviar nuestras necesidades. Se mostró en todo momento muy amable, así que cuando se ofreció a comprarme ropas en la ciudad, padre echó mano de lo poco que teníamos y no dudó en entregárselo.
Pasaron las semanas y nada sabíamos de mi amiga. Padre habló con el de ella pero este le dijo que su hija nunca los visitaba desde que marchó y se extrañó mucho de que hubiera pasado por casa de sus vecinos sin pararse en la propia.
Llegó el otoño y no podíamos hacer frente a las deudas así que mi pobre padre puso en mi mano sus últimas monedas y me encomendó marchar a Vigo en su busca. Teníamos una dirección que ella misma  nos dio, más al llegar al lugar me he encontrado que allí no hay casa alguna.
No puedo regresar de vacío, menos si cabe ahora que esos mal nacidos me robaron. ¿Que va a ser de mi, que va a ser de mi familia ahora?
Su relató se le antojó tan convincente que incluso sintió verdadera pena por los pobres incautos a los que engañó tiempo atrás con aquella patraña. ¿Que habría sido de ellos?
Alberto se lo tragó sin tener que pasar saliva. Se puso muy serio, apiadándose de quien creía víctima del engaño de una desalmada.
- ¡Es terrible! Vivimos días aciagos en los que no podemos fiar siquiera en quienes fueron amigos en la infancia. No tienen perdón, por mucho que el hambre pueda ser en gran medida responsable de sus actos, quienes se aprovechan de la miseria de otros tan o más pobres que ellos.
"Son los crédulos como vos los únicos responsables, que el hambre no entiende de amistades y nada silencia mejor las conciencias que una barriga llena." María no acababa de encontrar la medida justa para que sus llantos no parecieran exagerados.
- Dios aprieta pero no ahoga, cuando nos cierra una puerta siempre deja abierta otra. - El joven le sonrió, una sonrisa limpia y sincera que a María no le inspiró otra cosa que desprecio - Yo os puedo dar ese trabajo que tanto necesitáis. Mucho hace que vivo solo y mi hogar está descuidado. Ambos saldremos ganando, vos me libráis del polvo y a cambió yo os ofrezco techo y comida. El mio no es oficio que me brinde grandes riquezas, pero puedo retribuiros en la medida de mis posibilidades.
- ¿Por qué he de fiarme de vos? ¿Porqué fiar en un desconocido cuando a quien creía un amigo me ha engañado?
- No puedo reprocharos el recelo después de lo vivido. Soy sincero cuando os digo que soy un hombre honesto. Darán fe de mis buenas intenciones aquellos que me conocen. Mi oferta se queda en el aire, más en breve saldrá hacia Santiago la diligencia y yo he de partir con ella sin falta.
No había sido otra la intención de María que la de encontrar a un primo que la sacara de Vigo. Fingió dudar unos instantes antes de aceptar.

Y así fue como María, la coja, la puta, la ladrona, escapó de Vigo llevando consigo tan solo sus pecados. En el carruaje viajaban apretados ella y su joven señor junto a la familia del hostal. "Cabeza de familia" podría llamar al marido por parecer un alfiler, gorda la testa y talle enclenque, encías más visibles que los dientes y nariz aguileña. Tras de unos lentes gruesos, también los ojos parecían desproporcionados en tamaño. Afable y dicharachero, no obstante no cabía a engaño, que su desagradable aspecto se debía en buena parte a la mala vida que le dispensaban mujer e hijas. Orondas las tres, no debían de dejar nada en la mesa con lo que el desdichado "cabezón" engañase al estómago. Las niñas no paraban de importunar peleando entre ellas, gritando constantemente e incordiando a Alberto, que demostró la paciencia de un santo no cruzandolas la cara. Buena falta les hacía a ambas una bofetada que las pusiera en calma. Tampoco estaría de menos algo de ejercicio y ayuno para rebajar las grasas y si por María hubiera sido, una patada que las arrojara fuera del carro para ganar espacio.
No dejaba la mujer de echar en cara a su marido su exceso de labia, rogando que dejara en paz a su acompañante. Entre reproches y sin ningún disimulo, coqueteaba con el guapo Alberto no desaprovechando ocasión ni excusa para tocar las manos o sobre las ropas del fornido joven.
Ninguno parecía tener en cuenta a la campesina, que guardaba silencio abstraída en sus pensamientos, salvo quizás (en algún momento), el calzonazos que intentó en vano entablar conversación. Siquiera los estridentes gritos de las mocosas hacían mella en su indiferencia, nada de lo que ocurría a su alrededor parecía interesarle. Recatada en las formas, evitando que el lenguaje de sus gestos delatase otra condición que no fuera la de palurda mojigata, estaba sentada con decoro. Piernas muy juntas, las manos reposando sobre las rodillas, la cabeza gacha y el pelo recogido. En verdad parecía una chiquilla del todo inocente. Podrían pensar que su mutismo era debido a la timidez, o a tener clara su condición inferior. De poder mirar en su interior, habrían visto sin dificultad las enormes cicatrices que poblaban sus entrañas. De ser capaces de entrar en su cabeza, sin duda se habrían horrorizado. De haber conseguido penetrar en su alma, a toda prisa hubieran huido saltando del carro.
María ya no sabía si todos sus recuerdos se debían a una pesadilla de la que acababa de despertar, o si era este presente el que soñaba. No podía sacudir de su mente la imagen del soldado, muerto sobre el lecho, hecho un adefesio demacrado y viejo cuando hacía un instante apenas era un crío.
No podía ser real, nada de lo ocurrido podía serlo. Se acarició con la yema de los dedos su otra mano. Todos sus sentidos la engañaban: el tacto cuando sentía la piel suave, la vista al verse joven, el oído cuando no le llegaban los insultos y el desprecio de quienes la rodeaban, el olfato siendo su transpiración ligera y su aliento fresco, el gusto... El gusto renovado por la vida.
- María, que Dios tenga en su gloria, era la única reina legitima de Inglaterra. De seguir viva esos apostatas, con Isabel a la cabeza, estarían ardiendo en el infierno y nuestro buen monarca no tendría que derrochar vidas y medios para erradicar su herejía. ¿Sabía usia que Felipe ha reunido a toda la flota en Lisboa? Una armada que deja en nada a la empleada en Lepanto. Sus velas cubrirán el horizonte a su llegada a las costas de la pérfida Albión, cargadas las naves con los tercios de Flandes que embarcaran en el canal de la Mancha y el mar del Norte. Van a pagar muy cara la muerte de la Estuardo y todas sus otras iniquidades. Colgaremos del palo más alto a ese pirata de Drake y nos resarciremos de lo robado saqueando las islas a sangre y fuego.
- Deja de aburrir a este buen señor con tus discursos. ¿Si tantas ganas tienes de verter la sangre, porque no vas y te enrolas? Seguro que en las filas del emperador hacen falta muchos buenos cristianos como tú y en el cielo San Pedro los aguarda con las llaves en la mano.
- Deja, mujer,  la política a los hombres y haz que tus dos hijas paren quietas de una vez. Perdonad a mi esposa, ya sabe usía que las mujeres tienen la lengua más ágil que la cabeza y hablan sin pensar en lo que dicen. De buena gana me alistaría pero, por estrecho de pecho, que el ejército me ha negado la entrada en varias ocasiones.
Su esposa estalló en carcajadas. - Cierto que vuestro pecho no abarca lo que vuestra cobardía. No intentéis escudaros tras tan patética excusa, que este buen señor no ha de ser tan crédulo como para pasarse tamaña tontería. Aquí donde lo veis... - La mujer rechoncha se dirigió a Alberto. - ...tantos aires patrióticos que se da, es la primera vez que sale de Vigo. No ha hecho otra cosa este que regentar el taller que heredó de su padre y que, por cierto, es el motivo de nuestro viaje el de pedir un crédito en Santiago ( dónde nadie lo conoce) para paliar su "buen hacer" en los negocios.
- ¡Me estás avergonzando delante de este caballero!
- Más ha de avergonzarte el habernos llevado a la ruina. ¿Que va a ser de nuestras hijas? - La mujer comenzó a gemir.
El cambio de rumbo en la conversación sacó a María de su ostracismo. Miró a las niñas y las imaginó sucias y escualidas mendigando descalzas por las calles mientras su madre se dejaba la piel de las rodillas fregando suelos. Por el hombre, sin embargo, sintió pena y le auguró una muerte rápida en el garrote vil por moroso. Levantó la mirada para empaparse en las lágrimas de la señora gorda, se deleitó en la vergüenza de su marido, pero sobretodo, disfrutó de las caras de temor de las hijas que por fin dejaron de alborotar. Poco duró la paz, ahora eran las tres féminas las que lloraban como plañideras en el velatorio de un acaudalado difunto, sin que el "alfiler" fuera capaz de calmarlas.
- Acudir a usureros es la mejor forma de anudarse la soga al cuello. - Alberto intercedió por hombre dirigiéndose a la esposa de este. - Vuestro marido no anda desencaminado en lo que ha de acontecer, más yo dispongo de información que quizás os pueda ser útil. Como he comentado, trabajo en la notaría de Compostela y por mis manos pasan muchos documentos importantes. Sé que nuestro buen rey está empleando más recursos de los que dispone para tan megalómana empresa y por ese motivo la corona se ha visto obligada a distribuir pagarés con un rédito de lo más tentador. - La oronda señora puso cara de no entender nada, Alberto hablaba con ella pero sus palabras estaban destinadas a su esposo. - Mi consejo, junto con la advertencia de que la inversión no está exenta de riesgos, pues está supeditada al éxito de la campaña, es que se hagan con una buena cantidad de ellos y en unos meses multiplicarán por cinco lo invertido.
Al comerciante se le abrieron los ojos como platos. - ¿Está del todo seguro de eso? - Exclamó excitado.
- ¿De la victoria?
- ¡No, no! La derrota de los herejes es inevitable estando Dios con nuestro emperador y su flota. Lo de quintuplicar el dinero.
- Quizás incluso más, pero ha de sopesar el riesgo, en este tipo de inversiones no hay que despreciar a la prudencia.
- Dudar del éxito es casi sacrílego. Tenemos la bendición del Papa de Roma, nuestra armada es el mismísimo brazo Dios. - Pasó a un estado eufórico y Alberto pudo ver cómo la avaricia se adueñaba del hombrecillo. -  Hipotecaré mi hacienda, el negocio, venderé mi patrimonio si es preciso para conseguir todos los pagarés que me sean posibles. - Estrechó con fuerza las manos de Alberto entre las suyas. - ¡Amigo le debo la vida! ¿Con cuantos se ha hecho ya usia?
- Especular con la guerra no me parece ético. Mi trabajo me da lo suficiente para vivir con comodidad y no necesito de más. No hay que olvidar que han de morir personas en la contienda, de ambos bandos. Llamadme tonto si lo deseáis, pero no me sentiría cómodo con un patrimonio manchado de sangre.
- Solo la sangre de los mártires es válida y como tales serán recibidos en el cielo. Dichosos los caídos por la Santa Iglesia Católica que podrán ver a Dios antes que yo.
- Yo nunca he visto a Dios, pero sé reconocer al demonio cuando habla por vuestra boca. - María no había soltado prenda durante todo el viaje hasta ese momento. Todos la miraron extrañados.
- No he entendido bien a esa moza. ¿Me ha faltado al respeto o son mis oídos los que me traicionan? ¿Me habéis llamado endemoniado?
- La codicia es una puerta directa al alma y por esa entrada se os coló el maligno. Tened en cuenta que cuando el demonio te tiende su mano siempre toma más de lo que ofrece. No permitáis que os ciegue el brillo del oro y no os deje ver el horror que es la guerra. ¿En que puede complacer a Dios la muerte prematura de sus hijos? Vos tenéis dos hijas, de seguir así no hallaran marido con quien desposarse, quizás con suerte algún tullido o lisiado, que curas y monjes no pueden casarse y son todo lo que ha de quedar en el reino.
- ¿Es vuestra criada esta deslenguada? - El "alfiler" fue incapaz de contener su indignación. - ¡Mejor estaba callada que escupiendo veneno! De no estaros agradecido por vuestro asesoramiento la denunciaría nada más descender de la diligencia. ¡Atad en corto a esa arpía y ponedla un bozal antes de que os muerda y se extienda la ponzoña de su lengua por vuestra sangre! ¡Habrase visto tamaña desfachatez!
Fue la mujer del malhumorado comerciante la que acudió en auxilio de María antes de que Alberto pudiera reaccionar, tan sorprendido él como el "alfiler" por las palabras de su doncella.
- Recordad a vuestro primo, a como mediante engaño se llevaron a sus tres hijos al frente hace apenas un año. ¿Dónde están ahora? Nunca más se supo y sin otros brazos que los suyos sus campos se secan al sol. ¿Tan pronto habéis olvidado a vuestra hermana, su sufrimiento..? Era vuestro sobrino el que murió en Francia. Desde entonces agradezco a Dios que no nos haya dado hijos que pueda arrebatarnos el rey. ¡Vé tú a Inglaterra a luchar en nombre del emperador y de su Papa, pero deja a los hijos de los demás vivir en paz!
María empatizo con la señora gorda, tenía carácter y tal vez, solo tal vez si mantenía sujeto a su marido, saldrían del mal lance en el que estaban inmersos.
El viaje continuó en silencio, las niñas se durmieron y el matrimonio fingió hacerlo también. Alberto no dejaba de mirar a María con extrañeza. Esta, incómoda, decidió que simular una cabezada evitaría preguntas incómodas.
Pararon a comer en Pontevedra, y una segunda pausa para aliviarse y estirar las piernas tres horas más tarde. Oscurecía cuando llegaron por fin a Santiago de Compostela.
Alberto se despidió del resto de acompañantes y retomó su montura, que había viajado atada a rebufo del carruaje. Al pasar por la catedral no pudo María hacer otra cosa que maravillarse. Pidió detenerse para entrar, no para deleitarse en la grandilocuencia del edificio, sino con la intención de buscar al comerciante del bar de pescadores. Dijo que había de entregar el cáliz al obispo, con suerte lo encontraría y podría exigirle las respuestas que tanto necesitaba.
- Vas a tener mucho tiempo para visitar la catedral y a estas horas apenas estará iluminada como para poder disfrutar de ella como se merece una maravilla asi. Hay que descansar, el viaje ha sido largo y mañana ambos comenzamos a trabajar. - No quiso María discutir, suficientes sospechas debía albergar el joven sobre ella como para provocarle más curiosidad.

La casa era grande, demasiado grande para una sola persona. Entraron, Alberto le enseñó la alcoba en la que dormiría y se despidió de forma educada. Encontró sábanas y mantas limpias en una cómoda, hizo la cama con pasmosa lentitud, como intentando evitar todo lo posible el momento de acostarse y sumergirse en sus preguntas, preguntas que la asfixiaban al no hallar ninguna respuesta.
El colchón estaba mullido, relleno de lana que olía a limpio. El cansancio pudo con ella y cerró los ojos, se dejó trasportar en brazos de Morfeo.

Fin del primer acto.

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